
-Baila para mí - le pidió mirándola fijamente.
Y ella supo que ese era el momento. Hace muchos años, mucho antes de que empezara a bailar , leyó en el libro "Eva Luna" de Isabel Allende, que la danza oriental sólo debe ser bailada delante del hombre amado. Es un ritual de entrega que sólo debe compartirse con aquel a quien perteneces y te pertenece. Y aunque ella ya había actuado delante de cientos de personas, supo que ese era el momento de bailar de verdad, de bailar sólo para él. Como únicamente lo hacía cuando estaba sola.
Iluminada por una luz tenue, y oculta tras un velo rojo que sólo dejaba al descubierto sus ojos y sus pies, le miró con intensidad. La música empezó a sonar, y ella comenzó a moverse sutilmente, despacio, no tenía prisa. Poco a poco fue apartando el velo con suaves movimientos, dejando ver su cara, su cuerpo y su vientre. Bailaba al ritmo de la música, describiendo ochos con las caderas, círculos con el pecho, serpientes con los brazos...Todo era dulce, continuado, insinuante. Y él comenzó a sentirse hechizado. La música llenó la habitación, y la presencia de la bailarina eclipsó todo lo que había alrededor. Sólo la veía a ella
Ella cada vez estaba más entregada. Derrochaba pasión en cada paso, en cada gesto. Su cara reflejaba todo lo que la música le hacía sentir, y él pensó que eso era lo más bello que había visto nunca. El ritmo de la canción aumentaba, disminuía, cambiaba, y ella combinaba golpes fuertes y enérgicos de cadera y hombros, con la suavidad de otros movimientos. Improvisaba, se sentía libre, bailaba cada nota de cada instrumento. Era parte de la música. Él no podía dejar de mirarla: su cuerpo, los ojos negros, los labios rojos, su pelo suelto. La falda volaba mientras ella giraba y giraba, y él pudo ver cómo unas gotitas de sudor resbalaban por su espalda. Quería tocarla, la deseaba, pero la magia del momento le aferraba al sofá. Ahora ella no era ella, no estaba allí bailando en frente de él; estaba lejos, como en un sueño. Podía verla, pero no podía alcanzarla.
Poco a poco la música empezó a revelar que se acercaba a su fin. Ella bailó y bailó hasta el último segundo, y en el golpe final de darbuka, terminó tumbada en el suelo, respirando extasiada, mientras su pecho subía y bajaba, los ojos aún fijos en él.
Él no pudo evitar dejar escapar una lágrima. Sabía que ella acababa de entregarse como nunca lo había hecho con nadie. Había disfrutado de lo que más la llenaba delante dé él, sin reservas, y el sabía que ese era un regalo que nunca podría igualar. También sabía que ninguno de los dos olvidaría jamás esa noche. Pero sobre todo sabía que nunca la había querido tanto como en ese momento.
Y ella supo que ese era el momento. Hace muchos años, mucho antes de que empezara a bailar , leyó en el libro "Eva Luna" de Isabel Allende, que la danza oriental sólo debe ser bailada delante del hombre amado. Es un ritual de entrega que sólo debe compartirse con aquel a quien perteneces y te pertenece. Y aunque ella ya había actuado delante de cientos de personas, supo que ese era el momento de bailar de verdad, de bailar sólo para él. Como únicamente lo hacía cuando estaba sola.
Iluminada por una luz tenue, y oculta tras un velo rojo que sólo dejaba al descubierto sus ojos y sus pies, le miró con intensidad. La música empezó a sonar, y ella comenzó a moverse sutilmente, despacio, no tenía prisa. Poco a poco fue apartando el velo con suaves movimientos, dejando ver su cara, su cuerpo y su vientre. Bailaba al ritmo de la música, describiendo ochos con las caderas, círculos con el pecho, serpientes con los brazos...Todo era dulce, continuado, insinuante. Y él comenzó a sentirse hechizado. La música llenó la habitación, y la presencia de la bailarina eclipsó todo lo que había alrededor. Sólo la veía a ella
Ella cada vez estaba más entregada. Derrochaba pasión en cada paso, en cada gesto. Su cara reflejaba todo lo que la música le hacía sentir, y él pensó que eso era lo más bello que había visto nunca. El ritmo de la canción aumentaba, disminuía, cambiaba, y ella combinaba golpes fuertes y enérgicos de cadera y hombros, con la suavidad de otros movimientos. Improvisaba, se sentía libre, bailaba cada nota de cada instrumento. Era parte de la música. Él no podía dejar de mirarla: su cuerpo, los ojos negros, los labios rojos, su pelo suelto. La falda volaba mientras ella giraba y giraba, y él pudo ver cómo unas gotitas de sudor resbalaban por su espalda. Quería tocarla, la deseaba, pero la magia del momento le aferraba al sofá. Ahora ella no era ella, no estaba allí bailando en frente de él; estaba lejos, como en un sueño. Podía verla, pero no podía alcanzarla.
Poco a poco la música empezó a revelar que se acercaba a su fin. Ella bailó y bailó hasta el último segundo, y en el golpe final de darbuka, terminó tumbada en el suelo, respirando extasiada, mientras su pecho subía y bajaba, los ojos aún fijos en él.
Él no pudo evitar dejar escapar una lágrima. Sabía que ella acababa de entregarse como nunca lo había hecho con nadie. Había disfrutado de lo que más la llenaba delante dé él, sin reservas, y el sabía que ese era un regalo que nunca podría igualar. También sabía que ninguno de los dos olvidaría jamás esa noche. Pero sobre todo sabía que nunca la había querido tanto como en ese momento.